Me cuentan mis amigos profesores que los hijos de emigrantes que acuden a sus clases suelen dividirse en dos tipos extremos: los que, desubicados y acaso angustiados, no tienen el menor interés por el estudio, y aquéllos -mayoritarios, según parece- que saben que sólo gracias a la escuela (...) lograrán salir de su predestinación de seres pobres, incultos y, por ello, manipulables. Me hablan de la pasión con la que muchos niños ecuatorianos, peruanos, senegaleses o rumanos estudian matemáticas, inglés, ciencias, historia y lengua española, agarrándose al conocimiento como la garantía de un futuro mejor. Y me describen cómo, frente a ellos, nuestros propios críos suelen acomodarse a la ley del mínimo esfuerzo, creyendo que la vida les deparará por sí sola bienestar.
No creo que esto sea lo que nos suele venir a la cabeza cuando pensamos en el impacto de la inmigración sobre la escuela.
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